Un lugar donde llevarte flores, por Carolina Arenes

Mi madre siempre dijo que el día que muera no quiere coronas ni ninguna otra clase de ornamentos. Hace poco, a esa restricción de puro sentido común (a qué ponerse a gastar plata en cosas tan efímeras) sumó una indicación de otra índole: no quiere entierro, prefiere que la cremen. No podría asegurar qué nos fue llevando a esos temas tan sombríos. Ella está perfecta de salud y en general tiene un talante muy alegre, pero lo cierto es que cada tanto vuelve a la carga con su pedido. Y yo con el mío: no quiero que la cremen.

Se lo he explicado muchas veces. Cada vez que pienso en mi padre (y eso es todos los días desde hace poco más de un año), lamento tener que enfrentarme con la idea de su muerte, con su ya no estar más en el mundo, de una manera tan brutalmente literal. Para eso están las metáforas, estoy segura, no para embellecer el lenguaje, sino para que el lenguaje nos ofrezca coartadas, consuelo.

Se lo digo a mi madre. Quiero poder llevarte flores y sentarme en un banquito a decirte algo más. A seguir peleándome, se ríe. También, sonrío yo, pero quiero pensar que nos va a quedar un último lugar donde decirnos lo que falte.

Sé que mi argumento la conmueve (es una madre), pero entonces se ríe otra vez y contraataca: "Es que con lo que te molesta hacer trámites, te vas a olvidar de renovar el permiso del cementerio ¡y yo voy a terminar en un osario común!".

Para asustarla (tengo que convencerla ahora, no estaría bien contradecirla cuando ya no esté), debería recordarle la suerte que corren hoy las urnas funerarias, esas nuevas deidades domésticas que, según cambian las costumbres, se acumulan en placares, cómodas y bibliotecas para culpa de los deudos que no han sabido cómo manejarse con la muerte en cenizas.

"Sacamos a pasear al papi", me dijo hace poco un amigo después de una excursión fallida, con la urna en el asiento trasero del auto, en busca del lugar donde dejar las partículas elementales. Mi propio padre mora hoy en una maceta a la espera de que su última esposa vaya a su encuentro y entonces sí, juntos para siempre en la eternidad de las cenizas, sean arrojados tal vez al mar, tal vez a los médanos, tal vez a la intimidad del jardín, en el hueco redondo del último árbol que plantaron.

Allá va en helicóptero un romántico viudo a esparcir las cenizas de su amada sobre los Alpes, donde se conocieron. Allá va el hijo de un amante de la naturaleza extrema a honrar la memoria del difunto dejando sus restos en el cráter de un volcán. Allá van los nietos memoriosos a dejar la urna que guarda al abuelo en el que fue su refugio durante la guerra. Allá van rumbo al césped millonario los hijos de un hincha agradecido que pidió ser espectador eterno en el club de sus amores.

Aunque mi madre insista con su idea, sabe muy bien que no es algo sencillo. Nos llevó mucho tiempo dejar partir a su hermano menor y a su madre (es decir, mi tío Tito y mi abuela). Cada vez que intentábamos definir los pormenores del plan, nos enredábamos en los detalles de cómo, cuándo y por dónde llegaríamos hasta el río para que ningún pescador ni mucho menos un hombre de la Prefectura nos descubriera in fraganti en nuestra ceremonia clandestina. Arrojar las cenizas al río no es ilegal, nos decíamos, pero la inquietud iba por dentro a medida que nos acercábamos al muelle con nuestros tesoros escondidos.

No somos los únicos. Por cuestiones prosaicas como los costos, cada vez se acompaña menos al difunto hasta su última morada terrenal y, por lo que dicen los expertos en el mundo de Hades, el problemita de qué hacer con los restos se ha generalizado. Hay quienes optan por las elegantes urnas de madera laminada, aptas para interior; o por las de acero inoxidable, que resisten muy bien en el jardín o en el patio. Y están los más desprejuiciados que transforman los restos en diamantes, tras un sofisticado proceso de cristalización.

Se diría que el tema de la muerte se nos está desmadrando. Varios obispos ya pusieron el grito en el cielo, temen fetichismo y resurgimientos paganos en las nuevas ceremonias del adiós.

Mi madre en cambio nos transmitió serenidad. Nos acomodamos ella, mi hermano y yo en los grandes escalones de piedra que se hunden en el agua, les dijimos adiós a nuestros muertos queridos y el río se los llevó en silencio mientras ella rezaba. Era la playa adonde su madre los llevaba a jugar en veranos remotos. Se diría el texto circular de una biografía. O una forma de reescribir viejas palabras a la luz de lo que hoy sabemos sobre el origen de la vida: del agua vienes, al agua regresarás.


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